El regadío se confirma como un sector esencial para la soberanía alimentaria.

No se puede hacer balance del primer semestre de 2020 sin referirse a la alarma sanitaria causada por la propagación de COVID-19, que tuvo confinada a la mayor parte de la sociedad española durante varios meses y llegó a paralizar la mayoría de sectores productivos, no afortunadamente el sector agrario, precisamente por su relevancia estratégica para el abastecimiento de la población.

De hecho, si algo puso de manifiesto esta crisis, es que el regadío es un sector realmente esencial, de fundamental importancia para la garantía y soberanía alimentarias. Afortunadamente, las carencias y dependencia de las ventas exteriores que se acreditaron durante la pandemia en otros sectores industriales (la imposibilidad de abastecerse de mascarillas y equipos de protección fue lo más llamativo) no tuvieron traslación al terreno fundamental de la alimentación.

Desgraciadamente, esa consideración de sector esencial no tiene siempre, o más bien casi nunca, el reflejo que merecería en el trato recibido por las administraciones, en las que parece haber calado un falso discurso ecologista que asocia el regadío a daño ambiental, ignorando no solo la subrayada condición estratégica del regadío para la soberanía alimentaria, sino el resto de sus externalidades positivas, que van desde la creación de empleo y la consolidación de la población en el entorno rural hasta la propia preservación y mejora del entorno y su condición como sumidero de C02.